Fragmento de “elogio de la sombra”
Junichiro Tanizaki
Soy totalmente profano en materia de arquitectura pero he oído decir que en las catedrales góticas de Occidente la belleza residía en la altura de los tejados y en la audacia de las agujas que penetras en el cielo. Por el contrario, en los monumentos religiosos de nuestro país, los edificios quedan aplastados bajo las enormes tejas cimeras y su estructura desaparece por completo en la sombra profunda y vasta que proyectan los aleros. Visto desde afuera y esto no solo es valido para los templos sino también para los palacios y las residencias del común de los mortales, lo que primero llama la atención es el inmenso tejado, ya este cubierto de tejas o de cañas, y la densa sombra que reina bajo el alero.
Tan densa, que a veces a pleno día, en las tinieblas cavernosas que se extienden más allá del alero, apenas se distingue la entrada, las puertas, los tabiques o los pilares. En la mayoría de los edificios antiguos, y lo mismo sucede con las imponentes construcciones como el Chion in o los Honganji, así como en cualquier granja perdida en la profundidad del campo, si se compara la parte inferior debajo del alero, con el tejado que la corona, se tiene la impresión, al menos visual, de que la parte mas maciza, la mas alta y extensa es el tejado.
Por eso, cuando iniciamos la construcción de nuestras residencias, antes que nada desplegamos dicho tejado como un quitasol que determina en el suelo un perímetro protegido del sol, luego, en esa penumbra, disponemos la casa. Por supuesto, una casa de Occidente no puede tampoco prescindir del tejado, pero su principal objetivo consiste no tanto en obstaculizar la luz solar como en proteger de la intemperie; se le construye de manera que difunda la menor sombra posible y un simple vistazo a su aspecto externo permite reconocer que se ha intentado que el interior este expuesto a la luz del modo mas favorable. Si el tejado japonés es un quitasol, el occidental no es más que un tocado. Como en una gorra, los bordes están tan mermados que los rayos directos del sol pueden dar en los muros hasta el nivel de tejado.
Si en la casa japonesa el alero del tejado sobresale tanto es debido al clima, a los materiales de construcción y a diferentes factores sin duda. A falta, por ejemplo de ladrillos, cristal y cemente para proteger las paredes contra las ráfagas laterales de lluvia, ha habido que proyectar el tejado hacia delante de manera que el japonés, que también hubiera preferido una vivienda clara a una vivienda oscura se ha visto obligado a hacer de la necesidad virtud. Pero eso que generalmente se llama bello no es mas que una sublimación de las realidades de la vida, y así fue como nuestros antepasados, obligados a residir, lo quisieran o no, en viviendas oscuras, descubrieron un día lo bello en el seno de la sombra y no tardaron en utilizar la sombra para obtener efectos estéticos.
En realidad, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre el grado de opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. Al occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar tan solo ante unos muros grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legitima desde el punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la sombra.
Pero nosotros, no contentos con ello, proyectamos un amplio alero en el exterior de esas estancias donde los rayos de sol entran ya con mucha dificultad, construimos una galería cubierta para alejar aun mas la luz solar. Y, por ultimo, en el interior de la habitación, los shoji no dejan entrar mas que un reflejo tamizado de la luz que proyecta el jardín.
Ahora bien, precisamente esa luz indirecta y difusa es el elemento esencial de la belleza de nuestras residencias. Y para que esta luz gastada, atenuada, precaria, impregne totalmente las paredes de la vivienda, pintamos a propósito con colores neutros esas paredes enlucidas. Aunque se utilizaron pinturas brillantes para la cámara de seguridad, las cocinas o pasillos, las paredes de las habitaciones casi siempre se enlucen y muy pocas veces son brillantes. Porque si brillaran se desvanecería todo el encanto sutil y discreto de esa escasa luz.
A nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva apenas un último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre una pared o más bien esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás.
En estas condiciones, es evidente que las paredes enlucidas deben ser recubiertas de un color uniforme para no perturbar esa claridad; aunque el color de fondo puede variar ligeramente de una habitación a otra, la diferencia en todo caso solo puede ser ínfima. No será una diferencia de tinte, sino mas bien una variación de intensidad, poco mas que un cambio de humor en la persona que mira. De este modo, gracias a una imperceptible diferencia en el color de las paredes, la sombra de cada habitación se distingue por un matiz de tono.
Tenemos, por ultima, en nuestras salas de estar, ese hueco llamado toko no ma que adornamos con un cuadro o con un adorno floral; pero la función esencial de dicho cuadro o de esas flores no es decorativa en si misma, pues mas bien se trata de añadir a la sombra una dimensión en el sentido de la profundidad. En la propia elección de la pintura que colocamos ahí, lo primero que buscamos es su armonía con las paredes del tokonoma, lo que llamamos un tokoutusuri. Por el mismo motivo, concedemos a su montaje una importancia similar a la del valor grafico del caligrama o del dibujo, porque un tokoutsuri no armónico quitaría todo interés a la obra maestra mas indiscutible. En cambio puede suceder que una caligrafía o una pintura sin ningún valor en si misma, colgada en el tokonoma de un salón este en perfecta armonía con la habitación y que esta ultima y la propia obra queden por ello revalorizadas.
¿pero en que, se preguntaran ustedes, consiste esta armonía cuando se trata de una obra que en si misma es insignificante? Reside habitualmente en el aspecto antiguo del papel, el color de la tinra o las resquebrajaduras del armazón. Se establece entonces un equilibrio entre ese aspecto antiguo y la oscuridad del tokonoma o de la propia habitación. Cuando visitamos los famosos santuarios de Kyoto o de Nara, nos suelen mostrar, suspendida en el tokonoma de una gran sala al fondo del todo, algún cuadro que dicen ser el tesoro del monasterio, pero es imposible distinguir el dibujo en ese hueco, generalmente tenebroso incluso en pleno dia; por lo tanto no nos queda mas remedio, mientras escuchamos las explicaciones del guía, que intentar adivinar los trazos de una tinta evanescente e imaginar que ahí sin duda, hay una obra esplendida. A pesar de ello se sabe muy bien que existe armonía absoluta entre esa vieja pintura marchita y el oscuro tokonoma, que en definitiva no importa que su dibujo este difuminado y que, por el contrario, esa imprecisión es de lo mas adecuada.
En un caso como este, el cuadro no es en suma mas que una superficie modestamente destinada a recoger una luz débil e indecisa cuya función es absolutamente la misma que la de una pared enlucida. Por eso, al elegir una pintura damos tanta importancia a la edad y la patina, porque una pintura nueva, aun hecha con tinta diluida o con colores pálidos, si no nos damos cuenta, puede destruir la sombra del tokonoma.
Si comparáramos una habitación japonesa con un dibujo a tinta china, los shoji corresponderían a la parte en donde la tinta esta mas diluida, y el tokonoma al lugar en que esta mas concentrada. Cada vez que veo un tokonoma, esa obra maestra del refinamiento, me maravilla comprobar hasta que puntos los japoneses han sabido dilucidar los misterios de la sombra y con cuanto ingenio han sabido utilizar los juegos de sombra y luz. Y todo eso sin buscar particularmente ningún efecto determinado. En una palabra, sin mas medios que la simple madera y las paredes desnudas, se ha dispuesto un espacio recolecto donde los rayos luminosos que consiguen penetrar hasta allí, engendran aquí y allá, recovecos vagamente oscuros. Sin embargo, al contemplar las tinieblas ocultas tras la viga superior, en torno a un jarrón de flores, bajo un anaquel, y aun sabiendo que solo son sombras insignificantes, experimentamos el sentimiento de que el aire en esos lugares encierra una espesura de silencio, que en esa oscuridad reina una serenidad eternamente inalterable. En definitiva, cuando los occidentales hablan de los misterios de oriente es muy posible que con ello se refieran a esa calma algo inquietante que genera la sombra cuando posee esta cualidad.
Yo mismo, cuando era niño, si aventuraba una mirada al fondo de tokonoma de un salón o de una biblioteca adonde nunca llega la luz del sol, podía evitar una indefinible aprensión, un estremecimiento. Entonces ¿Dónde reside la clave del misterio? Pues bien, voy a traicionar el secreto: mirándolo bien no es sino la magia de la sombra; expulsad esa sombra producida por todos esos recovecos y el tokonoma enseguida recuperar su realidad trivial de espacio vacío y desnudo. Porque ahí es donde nuestros antepasados han demostrado ser geniales: a ese universo de sombras, que ha sido deliberadamente creado delimitando un nuevo espacio rigurosamente vacío, han sabido conferirle una cualidad estética superior a la de cualquier fresco o decorado. En apariencia ahí no hay mas que puro artificio, pero en realidad las cosas son mucho menos simples.
Por ejemplo, no será difícil imaginar que el trazado de una ventana en el hueco, la profundidad de los nichos, la altura de los pilares, han exigido una laboriosa búsqueda que escapa a la vista, y que en lo que a mi respecta, cuando estor a la luz macilenta de los shoji de una biblioteca me olvido del tiempo que pasa. Este termino biblioteca proviene de que antaño, como indica el nombre, era un lugar para leer; por eso se hizo una ventana, pero mas tarde esta se convirtió en una simple fuente de luz para el tokonoma muchas veces ni siquiera es eso, sino un dispositivo destinado a reducir al nivel deseado la luz exterior que por ahí se introduce, filtrándola a través del papel de los shoji. En realidad, la luz ilumina el reversos de dichos shoji cobra un color frio y apagado. Como si los rayos de sol, que a duras penas penetran desde el jardín, después de haberse deslizado bajo el alero y haber atravesado la galería, hubiese perdido la fuerza de iluminar, como si se hubieran quedado anémicos, hasta el punto de no tener otro poder que el de destacar la blancura del papel de los shoji.
A menudo me detengo ante un shoji para contemplar la superficie del papel, iluminada, pero sin resultar por ello deslumbrante. Por ejemplo, en las inmensas salas de los monasterios la luz esta tan mitigada, debido a la distancia que las separar del jardín, que su malicenta penumbra es igual en verano que en invierno, haga buen o mal tiempo, por la mañana, a mediodía o por la noche. Los umbríos recovecos que se forman en cada compartimiento del apretado armazón del marco de los shoji parecen sendos rastros polvorientos y sugieren una impregnación del papel, inmutable para toda la eternidad. En esos momentos, llego a dudar de la realidad de esa luz de ensueño y guiño los ojos. Porque me produce el efecto de una ligera bruma que embotase mis facultades visuales.
Como si fuesen incapaces de hacer mella en las espesas tinieblas del tokonoma, los reflejos blanquecinos del papel rebotan en cierta manera sobre esas tinieblas, desvelando un universo ambiguo donde sombra y luz se confunden. Ustedes, lectores, ¿no han experimentado nunca, al entrar en alguna de esas salas, la impresión de que la claridad que flota, difusa, por la estancia no es una claridad cualquiera sino que posee una cualidad rara, una densidad particular? ¿nunca han experimentado esa especie de aprensión que se siente ante la eternidad, como si al permaneces en ese espacio perdieras la noción del tiempo, como si los años pasaran sin darte cuenta, hasta el punto de creer que cuando salgad te habrás convertido de repente en un viejo canoso?
Junichiro Tanizaki
Soy totalmente profano en materia de arquitectura pero he oído decir que en las catedrales góticas de Occidente la belleza residía en la altura de los tejados y en la audacia de las agujas que penetras en el cielo. Por el contrario, en los monumentos religiosos de nuestro país, los edificios quedan aplastados bajo las enormes tejas cimeras y su estructura desaparece por completo en la sombra profunda y vasta que proyectan los aleros. Visto desde afuera y esto no solo es valido para los templos sino también para los palacios y las residencias del común de los mortales, lo que primero llama la atención es el inmenso tejado, ya este cubierto de tejas o de cañas, y la densa sombra que reina bajo el alero.
Tan densa, que a veces a pleno día, en las tinieblas cavernosas que se extienden más allá del alero, apenas se distingue la entrada, las puertas, los tabiques o los pilares. En la mayoría de los edificios antiguos, y lo mismo sucede con las imponentes construcciones como el Chion in o los Honganji, así como en cualquier granja perdida en la profundidad del campo, si se compara la parte inferior debajo del alero, con el tejado que la corona, se tiene la impresión, al menos visual, de que la parte mas maciza, la mas alta y extensa es el tejado.
Por eso, cuando iniciamos la construcción de nuestras residencias, antes que nada desplegamos dicho tejado como un quitasol que determina en el suelo un perímetro protegido del sol, luego, en esa penumbra, disponemos la casa. Por supuesto, una casa de Occidente no puede tampoco prescindir del tejado, pero su principal objetivo consiste no tanto en obstaculizar la luz solar como en proteger de la intemperie; se le construye de manera que difunda la menor sombra posible y un simple vistazo a su aspecto externo permite reconocer que se ha intentado que el interior este expuesto a la luz del modo mas favorable. Si el tejado japonés es un quitasol, el occidental no es más que un tocado. Como en una gorra, los bordes están tan mermados que los rayos directos del sol pueden dar en los muros hasta el nivel de tejado.
Si en la casa japonesa el alero del tejado sobresale tanto es debido al clima, a los materiales de construcción y a diferentes factores sin duda. A falta, por ejemplo de ladrillos, cristal y cemente para proteger las paredes contra las ráfagas laterales de lluvia, ha habido que proyectar el tejado hacia delante de manera que el japonés, que también hubiera preferido una vivienda clara a una vivienda oscura se ha visto obligado a hacer de la necesidad virtud. Pero eso que generalmente se llama bello no es mas que una sublimación de las realidades de la vida, y así fue como nuestros antepasados, obligados a residir, lo quisieran o no, en viviendas oscuras, descubrieron un día lo bello en el seno de la sombra y no tardaron en utilizar la sombra para obtener efectos estéticos.
En realidad, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre el grado de opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. Al occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar tan solo ante unos muros grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legitima desde el punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la sombra.
Pero nosotros, no contentos con ello, proyectamos un amplio alero en el exterior de esas estancias donde los rayos de sol entran ya con mucha dificultad, construimos una galería cubierta para alejar aun mas la luz solar. Y, por ultimo, en el interior de la habitación, los shoji no dejan entrar mas que un reflejo tamizado de la luz que proyecta el jardín.
Ahora bien, precisamente esa luz indirecta y difusa es el elemento esencial de la belleza de nuestras residencias. Y para que esta luz gastada, atenuada, precaria, impregne totalmente las paredes de la vivienda, pintamos a propósito con colores neutros esas paredes enlucidas. Aunque se utilizaron pinturas brillantes para la cámara de seguridad, las cocinas o pasillos, las paredes de las habitaciones casi siempre se enlucen y muy pocas veces son brillantes. Porque si brillaran se desvanecería todo el encanto sutil y discreto de esa escasa luz.
A nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva apenas un último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre una pared o más bien esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás.
En estas condiciones, es evidente que las paredes enlucidas deben ser recubiertas de un color uniforme para no perturbar esa claridad; aunque el color de fondo puede variar ligeramente de una habitación a otra, la diferencia en todo caso solo puede ser ínfima. No será una diferencia de tinte, sino mas bien una variación de intensidad, poco mas que un cambio de humor en la persona que mira. De este modo, gracias a una imperceptible diferencia en el color de las paredes, la sombra de cada habitación se distingue por un matiz de tono.
Tenemos, por ultima, en nuestras salas de estar, ese hueco llamado toko no ma que adornamos con un cuadro o con un adorno floral; pero la función esencial de dicho cuadro o de esas flores no es decorativa en si misma, pues mas bien se trata de añadir a la sombra una dimensión en el sentido de la profundidad. En la propia elección de la pintura que colocamos ahí, lo primero que buscamos es su armonía con las paredes del tokonoma, lo que llamamos un tokoutusuri. Por el mismo motivo, concedemos a su montaje una importancia similar a la del valor grafico del caligrama o del dibujo, porque un tokoutsuri no armónico quitaría todo interés a la obra maestra mas indiscutible. En cambio puede suceder que una caligrafía o una pintura sin ningún valor en si misma, colgada en el tokonoma de un salón este en perfecta armonía con la habitación y que esta ultima y la propia obra queden por ello revalorizadas.
¿pero en que, se preguntaran ustedes, consiste esta armonía cuando se trata de una obra que en si misma es insignificante? Reside habitualmente en el aspecto antiguo del papel, el color de la tinra o las resquebrajaduras del armazón. Se establece entonces un equilibrio entre ese aspecto antiguo y la oscuridad del tokonoma o de la propia habitación. Cuando visitamos los famosos santuarios de Kyoto o de Nara, nos suelen mostrar, suspendida en el tokonoma de una gran sala al fondo del todo, algún cuadro que dicen ser el tesoro del monasterio, pero es imposible distinguir el dibujo en ese hueco, generalmente tenebroso incluso en pleno dia; por lo tanto no nos queda mas remedio, mientras escuchamos las explicaciones del guía, que intentar adivinar los trazos de una tinta evanescente e imaginar que ahí sin duda, hay una obra esplendida. A pesar de ello se sabe muy bien que existe armonía absoluta entre esa vieja pintura marchita y el oscuro tokonoma, que en definitiva no importa que su dibujo este difuminado y que, por el contrario, esa imprecisión es de lo mas adecuada.
En un caso como este, el cuadro no es en suma mas que una superficie modestamente destinada a recoger una luz débil e indecisa cuya función es absolutamente la misma que la de una pared enlucida. Por eso, al elegir una pintura damos tanta importancia a la edad y la patina, porque una pintura nueva, aun hecha con tinta diluida o con colores pálidos, si no nos damos cuenta, puede destruir la sombra del tokonoma.
Si comparáramos una habitación japonesa con un dibujo a tinta china, los shoji corresponderían a la parte en donde la tinta esta mas diluida, y el tokonoma al lugar en que esta mas concentrada. Cada vez que veo un tokonoma, esa obra maestra del refinamiento, me maravilla comprobar hasta que puntos los japoneses han sabido dilucidar los misterios de la sombra y con cuanto ingenio han sabido utilizar los juegos de sombra y luz. Y todo eso sin buscar particularmente ningún efecto determinado. En una palabra, sin mas medios que la simple madera y las paredes desnudas, se ha dispuesto un espacio recolecto donde los rayos luminosos que consiguen penetrar hasta allí, engendran aquí y allá, recovecos vagamente oscuros. Sin embargo, al contemplar las tinieblas ocultas tras la viga superior, en torno a un jarrón de flores, bajo un anaquel, y aun sabiendo que solo son sombras insignificantes, experimentamos el sentimiento de que el aire en esos lugares encierra una espesura de silencio, que en esa oscuridad reina una serenidad eternamente inalterable. En definitiva, cuando los occidentales hablan de los misterios de oriente es muy posible que con ello se refieran a esa calma algo inquietante que genera la sombra cuando posee esta cualidad.
Yo mismo, cuando era niño, si aventuraba una mirada al fondo de tokonoma de un salón o de una biblioteca adonde nunca llega la luz del sol, podía evitar una indefinible aprensión, un estremecimiento. Entonces ¿Dónde reside la clave del misterio? Pues bien, voy a traicionar el secreto: mirándolo bien no es sino la magia de la sombra; expulsad esa sombra producida por todos esos recovecos y el tokonoma enseguida recuperar su realidad trivial de espacio vacío y desnudo. Porque ahí es donde nuestros antepasados han demostrado ser geniales: a ese universo de sombras, que ha sido deliberadamente creado delimitando un nuevo espacio rigurosamente vacío, han sabido conferirle una cualidad estética superior a la de cualquier fresco o decorado. En apariencia ahí no hay mas que puro artificio, pero en realidad las cosas son mucho menos simples.
Por ejemplo, no será difícil imaginar que el trazado de una ventana en el hueco, la profundidad de los nichos, la altura de los pilares, han exigido una laboriosa búsqueda que escapa a la vista, y que en lo que a mi respecta, cuando estor a la luz macilenta de los shoji de una biblioteca me olvido del tiempo que pasa. Este termino biblioteca proviene de que antaño, como indica el nombre, era un lugar para leer; por eso se hizo una ventana, pero mas tarde esta se convirtió en una simple fuente de luz para el tokonoma muchas veces ni siquiera es eso, sino un dispositivo destinado a reducir al nivel deseado la luz exterior que por ahí se introduce, filtrándola a través del papel de los shoji. En realidad, la luz ilumina el reversos de dichos shoji cobra un color frio y apagado. Como si los rayos de sol, que a duras penas penetran desde el jardín, después de haberse deslizado bajo el alero y haber atravesado la galería, hubiese perdido la fuerza de iluminar, como si se hubieran quedado anémicos, hasta el punto de no tener otro poder que el de destacar la blancura del papel de los shoji.
A menudo me detengo ante un shoji para contemplar la superficie del papel, iluminada, pero sin resultar por ello deslumbrante. Por ejemplo, en las inmensas salas de los monasterios la luz esta tan mitigada, debido a la distancia que las separar del jardín, que su malicenta penumbra es igual en verano que en invierno, haga buen o mal tiempo, por la mañana, a mediodía o por la noche. Los umbríos recovecos que se forman en cada compartimiento del apretado armazón del marco de los shoji parecen sendos rastros polvorientos y sugieren una impregnación del papel, inmutable para toda la eternidad. En esos momentos, llego a dudar de la realidad de esa luz de ensueño y guiño los ojos. Porque me produce el efecto de una ligera bruma que embotase mis facultades visuales.
Como si fuesen incapaces de hacer mella en las espesas tinieblas del tokonoma, los reflejos blanquecinos del papel rebotan en cierta manera sobre esas tinieblas, desvelando un universo ambiguo donde sombra y luz se confunden. Ustedes, lectores, ¿no han experimentado nunca, al entrar en alguna de esas salas, la impresión de que la claridad que flota, difusa, por la estancia no es una claridad cualquiera sino que posee una cualidad rara, una densidad particular? ¿nunca han experimentado esa especie de aprensión que se siente ante la eternidad, como si al permaneces en ese espacio perdieras la noción del tiempo, como si los años pasaran sin darte cuenta, hasta el punto de creer que cuando salgad te habrás convertido de repente en un viejo canoso?
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